No puedo ser como Kafka, su reino era la impotencia.
Por eso se lo tendrá que amar siempre.
Elias Canetti, ‘Apuntes de los años de 1946-1966’,
26 de diciembre de 1964, Prozesse über Franz Kafka.
Hoy, hace 100 años, se configuró una voluntad testamentaria para eliminar casi todo rastro de literatura de alguien perseguido por la desgracia. Afortunadamente, y por el bien de la perturbación metafórica, de la literatura, no fue ejecutada esa inexpugnable voluntad por la complicidad de la amistad:
[…] ya ves, la desgracia me persigue desde pequeño […] aquello que ya no poseo, lo que considero sin valor para el contexto […] Pero por qué hablar tanto, no –tomo un trocito (porque puedo dar más de lo que doy –sí) un trocito de mi corazón, lo empaqueto con cuidado en un par de hojas escritas, y te lo doy. Kafka a Oskar Pollak [Praga] 6-IX [probablemente 1903]
Ciertamente, él mismo era el personaje de todas sus tribulaciones en sus ficciones. Burócrata esquivo y solitario ante la desgracia que le perseguía desde pequeño. Bestia indomable de las metáforas más crípticas por la madrugada, porque sólo sus amigos y amoríos contados, podían descifrarlo o decirle quién realmente era él. Así, entre las máscaras de burócrata y bestia, se filtraba el refugio de la amistad y ahí, se situaba K.
Las mutaciones o la bestia de las mil máscaras hablaban a través de su aspecto de mantis nocturna: como temible celador, torturador, hijo tímido sometido a la figura tirana del padre, víctima o victimario, vulnerabilidad o violencia abyecta, o como elegante, educado y liberto homínido que les habla través de su civilizada y humana trasformación, mas no metamorfosis, mediante informes en forma de cuentos largos o novelas cortas o sólo especulaciones oníricas de una sociedad que jamás se ha trasformado en lo que dice representar o simbolizar. Quizá nunca hemos despertado de ese síndrome del Letargo de Samsa. No. Nunca. Siempre artistas del hambre y la destrucción esperando entrar a la ley para fractalizar la ilusión de que accedemos a la justicia. Por eso, y con una posibilidad cada vez más verificada en la facticidad de la política mortífera, esta corrosiva frase atribuida a Lope de Vega, jamás sea impugnada: “No hay nada más injusto que lo justo”. Estas eran las pesadillas o más bien, los informes más simiescos que K., ordenó incinerar a su más cercano amigo. Finalmente, una hipótesis.
Posiblemente, una de las moralejas que K. nos heredó, fue aquella de que todos en algún momento de nuestra precaria existencia –para algunos más que otros–, despertamos transformados en un bicho monstruoso sin reconocerlo o aceptarlo. Quizá en esto radica la existencia de no querer mirarnos como seres humanos autocríticos, sino como bestias o dioses con la ilusión de ser absolutamente libres. Libres de toda política, cosa imposible, porque la única forma de belleza, es la pluralidad y la transformación.
Benjamín Ortega Guerra. 2025. Año de encuentros y desencuentros.
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